Espartaco: El gladiador by Ben Kane

Espartaco: El gladiador by Ben Kane

autor:Ben Kane [Kane, Ben]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Histórico
editor: ePubLibre
publicado: 2012-06-03T00:00:00+00:00


12

Una hora después de la salida del sol, Espartaco apareció trotando por el sendero que conducía al cráter. No había habido ni rastro de los romanos en la llanura y le complació dejar a los gladiadores recogiendo armas y pertrechos para cargar en las mulas. Ya le seguirían más tarde. Crixus había sugerido que se apropiaran del campamento romano, pero Espartaco lo había desaconsejado.

—Somos demasiado pocos para defender el dichoso campamento. Mejor que nos quedemos en la cumbre. Es más fácil de controlar y los centinelas pueden avistar a cualquiera que se acerque a kilómetros a la redonda.

Con ojos de sueño y flaqueando donde estaba, Crixus había soltado un gruñido, pero no había protestado más. Castus y Gannicus parecían lo bastante satisfechos con la decisión, por lo que Espartaco no esperó más. Dar la noticia a Ariadne era lo más importante que tenía en mente en esos momentos.

La encontró dormida junto a la hoguera que habían compartido. Al ver los huesos, reprimió el «hola» que estaba a punto de pronunciar. «Es posible que se haya pasado despierta la mitad de la noche, rezando.» Se acercó con cautela donde yacía y se puso en cuclillas. Unos mechones de pelo negro le cruzaban la mejilla. Se la veía muy sosegada. «Y también hermosa.» Espartaco se enorgulleció de que fuera su esposa. Era fuerte y fiera. Además de valerosa. Ariadne no quería acostarse con él, pero por el momento podía soportar la frustración sexual porque era muy buen partido.

Cambió de postura y arrastró un poco de gravilla con el talón.

Ariadne parpadeó y abrió los ojos. Una breve expresión de perplejidad cruzó su rostro, pero enseguida se levantó de un salto. Lo abrazó.

—¡Estás vivo! ¡Oh, gracias a los dioses!

—Sí, aquí estoy. —La apretó contra él, con cierta torpeza, porque nunca habían estado tan juntos—. Estoy lleno de sangre.

—Me da igual. —Enterró el rostro en el hueco de su cuello—. Estás aquí. No estás muerto.

Espartaco se alegró doblemente de que Getas le hubiera salvado la vida.

Permanecieron así durante un buen rato antes de que Ariadne se apartara.

—Cuéntamelo todo —ordenó.

Espartaco respiró hondo y empezó. Ariadne no le quitó los ojos de encima mientras hablaba.

—Getas murió para que yo viviera —concluyó—. Fue un gran regalo y debo honrarle por ello.

—Era un buen guerrero —dijo Ariadne entristecida. Por dentro se alegraba. «Gracias, Dioniso, por llevarte a Getas en vez de a él.»

—Oenomaus también ha muerto.

Ariadne se llevó la mano a la boca.

—¡No!

—Sí. Pero no murió en vano. Los germanos me han convertido en su líder. —Le dedicó una sonrisa fiera—. Ahora cuento con más hombres que cualquiera de los galos. Estoy en una posición de fuerza.

Ariadne se llenó de júbilo. Ciertos elementos que habían aparecido en su visión empezaban a tener más sentido.

—El dios me visitó anoche —dijo.

Él le clavó la mirada.

—¿Qué viste?

—Te vi ahí, en lo alto de la montaña. Tenías una serpiente enrollada en el cuello. En la mano derecha sostenías una sica.

—Continúa. —«Aceptaré lo que tenga que decir. Cualquier cosa que me envíen los dioses.»

—La serpiente se te alzaba delante de la cara, pero no te mordía —reveló, sonriendo—.



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